martes, 12 de junio de 2018

Dragones en el ascensor, música que aún resuena en los rincones huecos de mi cabeza. El aturdimiento a estas horas, cuando abro la puerta. Y me acuerdo de aquella serpiente atropellada en un carril de la huerta. Como olvidarla. Revolviendose, mordiendo los bajos de la furgoneta que la destrozaba mientras trataba de cruzar al otro lado. Que hijadeputa, como dentelleaba desesperada contra el metal. Quizá suponiendo que luchaba contra algo inmenso que la sobrepasaba. Y no era más que la furgoneta de un borracho que volvía del bar a la hora de comer. Pero el instinto se aferra a la vida hasta el último momento. Fui testigo. No fue la primera vez. La muerte no se acepta como un guión en las peliculas. La muerte viene y va. No tiene miramientos, ni contempla período de gracia.Ni cede ante los abrazos o las palabras más emocionadas. Y la serpiente volvió al mismo solar de limoneros del que emergió a esconderse, a aguardar su turno convulso para la muerte. Y era de larga como yo. No os exagero. Como no empatizar con ella. Como no recordarla. La muerte es la misma para todos. Acecha en la memoria, en las avenidads. Cuando cierras los ojos. Cuando te hablo. Y los azulejos entremezclados del patio de la casa de mi abuela de los sesenta. Collage perdido de una época que se fue y pese a su extinción, destrozó a mi familia materna. La tendencia suicida. Luto y comuniones de negro. Murmuraciones y miradas. La falta de sueño es de lo peor, lo arrastra todo con sus enormes garras hasta el poso de un océano triste y oscuro. Donde nadie se atreve a buscar. No volvemos nunca a ser los mismos tras un apocalipsis. Lo que sobrevive irremediablemente muta en algo más resistente. Y muere lo bello, lo puro, que no dura. Rosas frescas en la mano de un moribundo, como explicarlo, y la juventud que se escapan de mis manos y se refugian en mis sueños para celarme y asaltarme en las noches más tristes. Y en mitad del paraíso siempre suena un reloj a las 6:20 de la mañana. Y pese a todos los destrozos de la mente sobre la carne, hay una constelación negra grabada en mi brazo izquierdo. Nada de tatuajes. Sólo protección de alta graduación bajo el sol. Corre, corre sin mirar atrás por los carriles de la huerta. Todo sea por no recordar las tendencias enfermizas. La mortuoria tradición masculina. La modernidad nos está destruyendo, pisos pequeños y fragmentos de soberbia convenientemente empaquetados para ocupar poco espacio. La luz y el whisky tornan todo mezclado. Los dedos y la belleza, asustados, tan distantes, se miran y se encuentran. Y se prefieren. Pese a toda razón. En plena herida. Y a estas horas cuando ya nadie te escucha, todo lo que queda, parece lóbrego e indecente, y a la vez estrictamente familiar.

1 comentario:

supersalvajuan dijo...

Tic tac tic tac... Vivan las alarmas!!!