jueves, 7 de noviembre de 2019


Y quizá pensé que fuera mejor. Y  pese a ver cerca el cuchillito, sintiendo que quizá rozaría mi garganta, comencé a resoplar. Encantado. Embelesado, con la inocencia de 10 años menos. Pero el perro joven y su encanto, prevaleció sobre el perro viejo. Quizá me dejé llevar. Quizá me vine arriba. Y Pesé a todo el esfuerzo, pese a  toda la inventiva, y gastar el resuello en un último estío, la volví a cagar. Lo di todo pero no sirvió de nada. Fueron muchos mini gin toncis. Él en 5 minutos llegó, y lo cubrió todo. Los ojos de ella resplandecieron. Y yo miré hacía atrás. La posibilidad de sufrir y lo infame de desear, resistiendo a la palabra, negando la evidencia, en el crepúsculo, y el pensamiento de la agonía de los cuarenta años se hacía pretencioso con las carcajadas a las tantas de la madrugada. Y esos Relojes de sol que en Pliego no volverán a ensombrecer la mañana con sus aguijones de avispa enfurecida. El fracaso, como jode. Como se alimenta, y como te acostumbras. Como se viste de ti. Y Al fondo las invisibles manos, atravesando el viento. Instante cerrado, de piedras en mi boca. El escudo caído bajo la insignificancia de la virtud. Y esos labios tristes que se irán pasajeros, buscando otra boca, otra forma, otro sudor. La espuma de la noche no defiende al esqueleto del susurro de la mediocridad, del relleno desierto y seco de la carne que se enrosca como un kebap ante los ojos toscos y relamidos de las bestias fielmente domesticadas. Y mientras bebe, el pájaro triste y cansado, ávido de gloria, futuro crujiente de resaca, se pone el pijama y se sienta a escribir.